Cómplice:
¿Qué dice la resaca posterior a la marcha del orgullo? ¿De qué te arrepientes? ¿De beber hasta casi tener una intoxicación hepática o de no haber besado a ese gordo norteño que te dio entrada en el Salón de los Osos? Tendremos otro año para que esta fiesta tenga un buen sabor de boca. No te apures ni te acongojes.
Quiero contarte que mi trabajo se ha tornado interesante. Hay más cosas qué hacer y más temas en los que mi voz parece resonar. Sin embargo, hay puertas que no puedo cruzar porque no tengo la llave de la confianza. Ésta es una de las muchas desventajas del giro al que me dedicó.
Una consecuencia positiva de las puertas cerradas es que cuando las reuniones inician tengo tengo tiempo libre para recorrer la ciudad. Un tiempo precioso que desperdicio caminando sin rumbo, llorando por él y extrañándolo sólo a él.
La última caminata asociada a mi tiempo libre, accidentalmente, me llevó a Pitágoras 955, una casa en el corazón de la Del Valle. La casa que un día, cuando tenía el letrero verde de "EN VENTA", soñé que sería mi hogar y que hoy tiene nuevos habitantes.
Desde la acera pude ver como los nuevos dueños habían decorado su hogar. Cortinas a juego, paredes sobrias que abrazaban cuadros y fotografías delicadamente colocadas lucían por la estancia y lo que parece que es la sala. También se alcancé a ver la escalera decorada con flores frescas y por la luz de sol que daba indicaciones hacia las habitaciones.
Frente a esa casa no puede hacer otra cosa que quebrarme. Mis infantiles esperanzas de usar mi credito INFONAVIT para financiar mi promesa de darnos un hogar se las llevo las primeras gotas de lluvia que caían en esta tarde de finales de junio.
Una vez más me enfrente ante el fracaso de mi relación y hasta parecía apropiado que la casa que hace un año era la meta de dos gordos enamorados hoy tuviera nuevos (e, incluso, mejores) dueños. Bajo el cubrebocas habían gemidos de dolor por el proyecto de vida que hoy está en ruinas.
Intentando que las lágrimas no siguieran desbordándose como la lluvia que también recorría mi cara, cerré los ojos y entonces lo vi todo otra vez. Me vi hace un año parado frente a esta misma construcción y con mucha emoción me imaginaba el color de las paredes, los muebles de la cocina, el diseño de una escalera que fungiera como biblioteca y la recamara que sería nuestro lecho de amor. En esa ocasión especulé con todas las cosas que hubiera tenido que rehacer para compaginar una casa de mediados de siglo con un hogar moderno para gordos exitosos.
El dolor se comenzó a alimentar de la fantasía que tuve hace más de un año frente a esta casa. El dolor, como mi propio dementor, se atragantaba del escenario en el cual yo bajaría la escalera para ir a la cocina a preparar un desayuno americano, para alistar un par de tazas de viaje y para pedirle a Alexa que pusiera las noticas en la pantalla de la cocina.
El dolor, mi actual compañero, consumió sin masticar la hipotética situación donde mi gordo contento pero apurado preguntaría donde estaba su puntero laser y si aún había pastel del fin del brunch del domingo. El dolor, esa sombra escuálida, se nutrió de la neurosis ficticia que tendría por esperar junto al pequeño carro compacto a mi gordo y de la impaciencia que sentiría por ser como el conejo blanco que revisaba su reloj cada 17 segundos.
Saciando al dolor, este montaje terminaría con un "¡Porcosito, corre que ya es tarde y no llego a mi junta con los gobernadores. Por favor apúrate!"Pasaron unos minutos hasta que esta crisis terminó. Por fin pude abrir los ojos.
Mi instinto de supervivencia se hizo presente. Entonces, le di la espalda a la casa y me cobije bajo las hojas de un árbol que estaba a unos pasos. Me puse mis audífonos y reproduje en mi teléfono a la argentina más amada por los homosexuales, Doña Amanda.
Inicié mi caminata a casa sabiendo que "...pague tan caro mi estupidez que no quiero atreverme a soñar. No quiero más castillos en el aire; ni reyes que lastiman sin piedad..."
Alejandro
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