Mi cómplice:
¿Qué dice la comida dominical en familia? ¿Aún no te fastidia tener que fingir estar bien cuando todo sigue roto? Así como yo, ¿lograste evadir esa incomoda reunión gracias a tu jornada extraordinaria por las elecciones estatales del domingo 5 de junio?
Las nuevas no sólo se limitan a reportar mi séptimo día en la trinchera de la política. También, te puedo contar que el sábado, un sábado cualquier, se convirtió en el regreso del jabalí a la cacería.
El pasado sábado regrese a las pistas de baile. No fue un acto de voluntad. Mi más reciente entrada triunfal en el Salón de los Osos fue producto de la presión social de mis amigos y de la terapia de exposición que recomiendan los expertos a las fobias.
Ya no podía seguir teniendo miedo de deambular de noche por las calles de esta ciudad. Era momento de regresar a ser la bestia sensual, brava y decidida que asecha a pequeños gorditos que se esconden tras una botella de cerveza clara o un cóctel de promoción.
Me mentalicé mientras el agua de la regadera recorría mi voluminoso cuerpo. Llegué a la conclusión de que después de 70 de días debería volver a cazar entre la niebla de antro, los afiches de hombres pelo en pecho y la estridencia de las canciones de la Trevi. Ya era indispensable que consiguiera mi propio alimento sexual sin la ayuda de una aplicación o de forma artera en un cuarto oscuro.
No sabía si regresaría con una presa prendida de mi hocico, que suplicara terminar con la arrastrada que inició en el bar y que olvidaría en la mañana cuando la luz de amanecer me mostrara mi mala elección de amante. Pero tenía que salir una vez más a la jungla de concreto sin estarme lamiendo las heridas.
En punto de las 11:00 de la noche mis amigos y yo llegamos al Salón de los Osos. En la entrada nos cateo un vigilante de mal gesto, nos pusieron una pulsera que indicaba el acceso y encargamos nuestras prendas excedentes en el guardarropa.
Di un suspiro profundo y cruce el umbral con toda la actitud de un rollizo monstruo que sabe sensual. Mientras recorría el lugar, me contonee en un escueto suspensorio negro, un jersey color azul pastel que no me llegaba al obligo y una sonrisa coqueta de oreja a oreja.
Con seguridad saludé a un par de gordos que reconocí de mis otras visitas, también presenté mis respetos al dueño del bar y me acerqué al cantinero para pedirle un tarro de litro de cerveza oscura.
La noche corrió mientras recitaba en un inglés trozado las canciones de Madona, Beyoncé y Lizo. En un par de ocasiones en mis travesías al baño saludaba a los gordos que consideraba atractivos. Fui insistente en mis halagos a estas botijones porque tenía el firme propósito de conseguir un nuevo amor de una noche.
Reí, grité y baile como si no hubiera deseado morir la primavera pasada. La vida siguió al ritmo de cada beat y yo, sin darme cuenta, seguía con ella.
Finalmente, abandoné la colonia nocturna de osos sin una presa y con antojo de un menudo bien picoso. Pero no me importó, porque mi alma estaba en paz. Otra vez estaba al cien con mi sensualidad erecta, con mi seguridad en escena y con una voz muy enronquecida por cantar a todo pulmón "Believe" de la casi inmortal Cher.
El coloso ha regresado para quedarse.
Mi bien, es tiempo de volver al monitoreo de las encuestas de salida mientras tatareo y muevo mis caderas al compás de "Life's a party, make it hot. Dance don't ever stop, whatever rhythm. Every minute, every day take them all the way you gotta live 'em (...) Let's get loud, let's get loud. Turn the music up to hear that sound."
Alejandro
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